La evaluación con fines diagnósticos para orientar el desarrollo de cualquier actividad tendría que ser parte de nuestra cultura. Contar con información confiable y oportuna que guíe los pasos de un proceso y permita su mejora continua, no debería necesitar justificaciones, menos aún cuando se trata de la educación de las nuevas generaciones.
Nuestros estudiantes, históricamente, se han sometido a diferentes pruebas para conocer sobre sus logros educativos. Por ejemplo, los exámenes de bachillerato, o más recientemente FARO.
Los resultados de las pruebas han servido para “ubicar” o evaluar al estudiante en su paso por el sistema educativo, pero precisamos que además sirvan para identificar aspectos que necesitan mejorarse en la educación. Por ello deberíamos también tener información diagnóstica de elementos determinantes de los aprendizajes que alcancen los estudiantes, como la infraestructura disponible o el fundamental trabajo de los docentes.
Las debilidades que aquejan al sistema educativo, generan, una y otra vez, resultados insuficientes para la sociedad y para cada una de las personas que invierte muchos años de su vida en el aula. Para entender y delimitar estos problemas se necesita evidencia sólida y continua, que oriente la construcción de soluciones lúcidas pertinentes. Sin eso, se corre el riesgo de caer en ocurrencias, modas, postergaciones o evasiones, como ya hemos visto tantas veces.
Ojalá tengamos pronto pruebas que verdaderamente guíen el cambio necesitado.