La Teoría Monetaria Moderna (TMM) ofrece una verdad a medias peligrosa que se ha vuelto particularmente seductora ahora que los gobiernos están desesperados por encontrar herramientas con las cuales poder mantener a flote a sus economías.
Una declaración reciente de la defensora de la TMM Stephanie Kelton al Financial Times es un buen ejemplo. En referencia al actual gobierno conservador del Reino Unido, Kelton sostiene que “Van a tener déficits gigantescos. Y está bien”.
El problema es que, si bien esta aseveración es correcta por el momento, no necesariamente lo será en el futuro.
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Por cierto, deberíamos anticipar que el año posterior al fin del aislamiento por el COVID-19 podría ser el momento en que la TMM se caiga de bruces –empezando, tal vez, con una explosión inflacionaria en el Reino Unido-.
Pero, aun si se evita ese desenlace especifico, los responsables de las políticas están coqueteando con el desastre si aceptan el principal mensaje de la TMM, que se puede parafrasear de la siguiente manera: “Déficit, al diablo. Sólo hay que impulsar el gasto público o recortar los impuestos, y luego monetizar el desequilibrio resultante”.
Sin duda, algunas partes de la TMM tienen sentido.
La teoría ve al tesoro (o ministerio de finanzas) y al banco central como componentes de una única unidad llamada estado.
El tesoro es el dueño benéfico del banco central (o, en otras palabras, el banco central es la ventana de liquidez del tesoro), lo que implica que la independencia del banco central es una ilusión, especialmente cuando se trata de sus operaciones fiscales y cuasi fiscales.
La TMM sostiene, correctamente, que como el Estado puede imprimir moneda o crear depósitos bancarios comerciales con el banco central, puede emitir base monetaria a voluntad.
Y como la base monetaria es irredimible, no constituye en un sentido fundamental un pasivo (aunque ciertamente es vista como un activo por el tenedor).
Mientras la deuda no monetaria emitida por el estado esté denominada en la moneda local, el default soberano es una elección, no una cuestión de necesidad, porque el pago de la deuda siempre se puede financiar (generando dinero).
Pero si el default soberano es una elección, existen circunstancias en las que podría ser elegido. Si el déficit que tiene que ser monetizado es lo suficientemente grande, y si el interés sobre la deuda pública representa una parte significativa de ese déficit, el financiamiento monetario necesario para mantener la solvencia soberana podría resultar en una tasa de inflación políticamente inaceptable.
En ese caso, el soberano podría optar por el “mal menor”: incumplir el pago de su deuda denominada en moneda nacional.
El meollo del asunto
Para llegar al meollo de la cuestión, olvidémonos de cuestiones como la financiación con bonos y centrémonos directamente en cómo el estado financia el déficit creando dinero.
Supongamos que el gasto público y los ingresos fiscales se fijan en términos reales (ajustados por inflación). El déficit real resultante será igual al incremento en el stock real de base monetaria que el sector privado debe estar dispuesto a absorber en cada período.
Hay dos “regímenes” para la demanda de base monetaria.
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El primero es donde se encuentran muchas de las economías avanzadas hoy: en una trampa de liquidez en el límite inferior efectivo (ELB por su sigla en inglés) para la tasa oficial nominal. Con la tasa de interés nominal prevaleciente de corto plazo cercana a cero y libre de riesgo, la demanda efectiva de saldos monetarios reales es infinitamente elástica. En este caso, es apropiado que las autoridades fiscales sigan un dictado simple: ante la duda, distribuyan.
El “dinero helicóptero” –incrementos monetizados del gasto público o recortes de impuestos- es una respuesta política apropiada en condiciones tan extraordinarias. Mientras las tasas de interés estén fijas en el ELB, los desembolsos de efectivo no serán inflacionarios.
Sin embargo, debemos recordar que los acontecimientos domésticos o extranjeros que afectan a los mercados financieros o a la economía real rápidamente pueden eyectar a un país de su posición de ELB, haciéndolo aterrizar en lo que los economistas llamarían un régimen monetario normal, donde la tasa oficial está por encima del ELB.
En el caso de Japón, que prácticamente no se movió del ELB durante los últimos 20 años, el concepto de “normal” puede exigir cierta reformulación. De todos modos, sería imprudente diseñar políticas en base a la suposición de que la tasa de interés neutral (la tasa de interés que prevalecería con la economía en pleno empleo y cumpliendo con la meta de inflación) estará cerca de cero en el futuro previsible.
En este segundo escenario normal, seguiría sin haber una amenaza inflacionaria siempre que la economía tenga capacidad excedente (recursos ociosos).
Pero cuando la demanda de base monetaria está limitada por las tasas de interés y el nivel de actividad económica (medida, digamos, por el ingreso o el consumo), la monetización desenfrenada de los déficits estatales terminaría esquilmando cualquier margen que hubiera, ejerciendo una presión alcista sobre la tasa de inflación.
En este momento, nadie puede saber si la pandemia del COVID-19 tendrá efectos duraderos en la oferta en relación a la demanda.
Si bien una inversión débil y un ahorro precautorio fuerte probablemente depriman las tasas de interés neutrales y de mercado mientras persista la pandemia, deberíamos estar preparados para cuando el distanciamiento social se vuelva una cosa del pasado y las cadenas de suministro se restablezcan, aunque sea parcialmente. Los gobiernos tendrán que ajustar su posición fiscal y su financiamiento en consecuencia.
La TMM, por lo tanto, ignora el nivel de demanda de base monetaria a su cuenta y riesgo.