En su texto sobre la justicia, el economista indio Amartya Sen presenta una cita de “la constitución de los diecisiete artículos” de Japón del siglo VII después de Cristo, elaborada por el príncipe Shotoku.
Aquella cita dice así: “No alberguemos resentimiento cuando otros difieran de nosotros. Pues todos los hombres tienen corazón, y cada corazón tiene sus propias inclinaciones. Lo que es justo para ellos es injusto para nosotros y lo que es justo para nosotros es injusto para ellos”.
Esta sentencia, tan lejana a nuestro país tanto temporal como espacialmente, resulta tan atinada al entorno que vivimos hoy.
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Costa Rica se ve azotado continuamente por la intolerancia de grupos y actores sociales. Hay quienes son intolerantes abiertamente y quienes disfrazan su intolerancia de tolerancia. Igual pecado hay en ser intolerante como en ridiculizar y no tolerar al diferente por un pensamiento distinto.
Progreso, tolerancia y liberalismo no son lo mismo, aunque de ellos suela hacerse identidad.
Tal cual recuerda una sentencia distante, o el mismo sentido común, todos somos seres humanos y compartimos naturaleza. Todos tenemos un corazón con inclinaciones distintas, pero con capacidades sentimentales comunes. Todos cargamos un Dr. Jekyll y un Mr. Hyde.
Si la sociedad costarricense se encuentra dividida no es por las divergencias ideológicas, sino por la falta de tolerancia y diálogo.
Debemos ser capaces de discutir nuestras ideas para enriquecerlas. E incluso en ciertas circunstancias conceder la razón. Es cierto que cada quien es libre de pensar como desee, pero ello no implica que no deba someter sus pensamientos a escrutinio crítico, sea propio o ajeno.
Amenaza seria
Esta discusión crítica resulta más una obligación que una opción cuando las consecuencias han de ser compartidas por todos, como en el terreno político.
Las personas pueden autoidentificarse y dialogar desde un sinnúmero de identidades, pero todos compartimos la de ser costarricenses. Y nuestra identidad y el destino del país se encuentran en juego, seriamente amenazados por una intolerancia y enojo atípicas a lo que nos ha caracterizado durante años.
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Una tradición democrática como la nuestra se desprestigia al caer en esta clase situaciones. Ciertamente existe la necesidad de reconocer ciertos derechos a las minorías. Pero los derechos, por definición, deberían ser evidentes por sí mismos. No debe permitirse que una cuestión de tal relevancia, que atañe directamente a la realización de la vida, sea politizada a través del discurso. Enajenadas de su contenido vital en formas políticas de tintes “modernos”, se separan de su función esencial. No se trata de una necesidad por apariencia, sino por las privaciones que muchos enfrentan.
Aunque se hacen enormes esfuerzos por institucionalizar estos derechos, ello por si mismo no es suficiente. Las instituciones brindan el marco de funcionamiento de la sociedad. El funcionamiento de la sociedad depende en última instancia del comportamiento de sus actores. Y ciertamente se ha observado el fuerte descontento popular ante varias directrices recientes. Este descontento tampoco ha de ser ignorado, en especial en una democracia.
Es aquí donde se llama con mayor vehemencia al diálogo. Los derechos deben ser reconocidos, pero no politizados. Un auténtico derecho debería poder ser reconocido sin mayor prejuicio o injuria al prójimo. Las voces descontentas no pueden ser ignoradas, al menos sin poner en juego el funcionamiento de la sociedad, en especial en una democrática. Aun así, de ninguna forma el gobierno de la mayoría autoriza olvidar a las minorías.
Solo mediante el diálogo y una actitud razonable de parte de los agentes involucrados podremos avanzar sin socavar lo que nos caracteriza.
Dialogar y aceptar razonar no implican desconocer nuestras ideas e identidades. Solo se requiere ser lo suficientemente humilde para reconocer errores y concesiones que podamos hacer y son necesarios. Las posturas cerradas al diálogo se caracterizan por un alto grado de ignorancia, solo superado por su grado de arrogancia. El objetivo es la mejora conjunta, no la frustración del “otro”.