Los recientes suicidios en el puente del Saprissa han puesto sobre el tablero la discusión sobre su incidencia en el país.
Usualmente nos centramos en la tasa de homicidios, 11 víctimas por cada 100.000 habitantes, y olvidamos a quienes se quitan la vida, cerca de nueve muertes por cada 100.000.
En términos absolutos, las cifras son dolorosas, casi 600 personas asesinadas en el 2018 y 349 suicidios en el 2016.
Según los investigadores Maikel Vargas y Karla Espinoza (2016), los suicidas son predominantemente hombres (83,9 %), y la edad promedio está entre 21 y 30 años.
El ascenso de los homicidios recibe gran atención mediática en relación con el narcotráfico y los femicidios, pero el suicidio se invisibiliza.
¿Por qué crece?
El fenómeno tiene causas sociales y no se circunscribe a lo personal. Según el Hospital Nacional Siquiátrico, la violencia intrafamiliar, las deudas y el desempleo explican mucho.
Hombres jóvenes, sin esperanza, ocupan los primeros lugares de esta triste estadística.
La buena intención de colocar mallas en el puente sobre el río Virilla, provocará la disminución de las muertes en ese lugar, pero la desesperanza se abrirá paso para llegar a su fatídico destino.
Culpar a las instituciones no es el camino. Es un problema social que debe abordarse desde la familia, la escuela, la universidad y las instituciones de salud.
¿Por qué crece el suicidio, cuando años atrás las tasas eran menores? ¿Qué hacemos mal que provocamos el rechazo a la vida? Evitemos recurrir a una sola explicación o al biologismo simplista.
Urbanización, cambio de actividades productivas, apertura al mundo y transformaciones culturales son factores que enriquecen la reflexión. Es imperativa una amplia y seria discusión nacional sobre estas muertes inquietantes.