El Simposio Económico de Jackson Hole de banqueros centrales de todo el mundo de este año hizo bien en centrarse en el mecanismo de transmisión monetaria, el canal a través del cual la política monetaria influye en las condiciones económicas y financieras más amplias. Si bien la Reserva Federal de Estados Unidos (Fed) aumentó las tasas de interés 500 puntos básicos entre marzo de 2022 y julio de 2023, pareciera que la economía real de Estados Unidos o su sistema financiero no se han visto demasiado perjudicados.
Este bajo costo de la desinflación es sorprendente (aunque ciertamente bienvenido). Aún si contamos con fuertes hipótesis para explicar expost por qué Estados Unidos ha podido combinar crecimiento con desinflación en los dos últimos años —en particular, una inmigración alta, un alza de la productividad y (por sobre todas las cosas) expectativas de inflación bien ancladas—, llama la atención la falta de un impacto directo visible de los aumentos de las tasas.
Evidentemente, la actual política monetaria de Estados Unidos es considerablemente más relajada de lo que piensan muchos miembros del Comité Federal de Mercado Abierto (FOMC por su sigla en inglés) y participantes del mercado. Es más, el impacto de la política monetaria en la economía es más condicional y, tal vez más débil en promedio, de lo que se cree normalmente. Esta apreciación es directamente relevante para las próximas opciones del FOMC en materia de política monetaria, pero más aún para la formulación de políticas en el futuro.
En junio pasado, varios miembros del FOMC manifestaron su preocupación ante el endurecimiento de las condiciones monetarias en tanto las caídas de la inflación conducen a tasas de interés reales más altas. Pero esta visión no tiene en cuenta las magnitudes y los canales de la transmisión monetaria. Aquí, el foco en el instrumento de la política monetaria, la tasa de los fondos federales, es engañoso. Es un error suponer que los parámetros del instrumento son prácticamente óptimos en un momento determinado, o que se los debe ajustar con precisión ante cada giro en la perspectiva de inflación. La evaluación de las condiciones monetarias debería centrarse más en los resultados reales del mercado financiero y no en nociones preconcebidas del efecto de la política.
Como sucedió con la crisis financiera global de 2008, los mercados financieros están segmentados, y los bancos centrales muchas veces deben intervenir directamente en determinados mercados para tener impacto. Por ejemplo, el préstamo comercial por parte de intermediarios financieros no bancarios se ve afectado directamente por las tasas de interés y (la falta de) supervisión, a diferencia del crédito bancario tradicional. El capital privado y las inversiones no cotizadas reaccionan de manera diferente ante los ajustes de la política que los papeles comerciales, los bonos y hasta los títulos negociables. Aún en ausencia de restricciones de liquidez financiera, la regulación y las barreras internacionales impiden la transmisión de flujos de créditos de manera uniforme entre jurisdicciones.
En consecuencia, como indicador prospectivo, las condiciones financieras son al menos tan importantes como las señales ligeramente retrospectivas enviadas por el mercado laboral. Asimismo, los indicadores financieros siguen siendo bastante acomodaticios.
Las acciones han regresado a valuaciones altas, y las tasas del Tesoro han seguido bajando de manera persistente. Los diferenciales de tasas de interés (como los que existen entre los bonos corporativos de menor calificación y los bonos del Tesoro de duración comparable) en cierto modo se han ampliado, pero siguen estando muy bajos en términos históricos, por no hablar del fin de un ciclo de ajuste de la Fed.
Lo mismo es válido para la morosidad en los préstamos para automóviles y consumo, y para las pérdidas inmobiliarias, que se han recuperado de sus mínimos, pero no tanto. Es bastante extraño hablar de una política monetaria “restrictiva” cuando el crédito sigue siendo accesible y los balances apenas se ven afectados.
Otro problema de centrarse principalmente en los cambios en la tasa real de los fondos federales (suponiendo que todo lo demás permanece igual) es que ignora una referencia más importante para el impacto de la política monetaria: dónde está esa tasa de interés en relación con la tasa de interés neutral (r*), la tasa donde la política monetaria no es ni “laxa” ni “restrictiva” para una economía que crece cerca de su tendencia. La brecha entre la rentabilidad subyacente de largo plazo del capital seguro en la economía y lo que fija la Fed como tasa de interés mínima para los préstamos a muy corto plazo refleja así la tracción de la política monetaria sobre la economía. Si la tasa neutral ha subido mucho, cualquier aumento de las tasas reales como las caídas de la inflación podría estar más que compensado.
Como observó el presidente de la Fed, Jerome Powell, en conferencias anteriores en Jackson Hole, las estrellas económicas (las tasas de interés neutrales y de desempleo) no son directamente observables, ni se las pueden estimar de manera sólida. Sin embargo, existen razones imperiosas para creer que la tasa r* ha subido sustancialmente por encima de sus niveles previos al la pandemia del Covid19, lo que significa que los parámetros de la política monetaria en realidad se han distendido con el tiempo.
Ante todo, los déficits federales de Estados Unidos son mucho más altos de manera sostenida, y el gasto en defensa, medio ambiente y políticas industriales los mantendrá en alza. Estos desembolsos adicionales harán subir las tasas de interés del endeudamiento público, que es un factor determinante clave de r*.
Al mismo tiempo, tanto las autoridades chinas como las norteamericanas están desalentando los flujos de capital de inversores chinos a los mercados estadounidenses, lo que achica el pool de ahorros disponibles para financiar los déficits norteamericanos —lo que también hace subir las tasas de interés de largo plazo—. Pero, después de la pandemia, las tasas de ahorro de Estados Unidos cayeron porque los consumidores entraron en una modalidad “YOLO” (solo se vive una vez) e internalizaron la lección de que siempre habrá ayuda del gobierno en tiempos de crisis (afortunadamente). Una vez más, esto hará que las tasas de interés suban en la medida que aumenten los niveles de deuda.
Finalmente, si se sostiene la aceleración reciente del crecimiento de la productividad —quizá porque la IA o las tecnologías verdes se vuelvan más generalizadas—, eso también hará subir el retorno real sobre el capital, y por ende también r*. No importa cómo se evalúen estos diferentes factores, todas las tendencias apuntan a un aumento de r* del 1,5%.
Sin duda, el hecho de que la política monetaria de Estados Unidos sea más laxa de lo que muchos creen no debería desalentar a la Fed de recortar las tasas en septiembre y noviembre. Desde una perspectiva de gestión de riesgo, si se pronostica que la inflación continuará en una tendencia a la baja y que el desempleo aumentará, relajar la política para evitar una caída recesiva es prudente (al menos hasta que, el año próximo, se vuelva claro el impacto económico de la elección de Estados Unidos en noviembre).
Pero las advertencias de que la política de la Fed puede estar arrastrando a la economía son injustificadas. Cuando la economía estadounidense vuelva a mostrar su resiliencia, y llegue la hora nuevamente de aumentar las tasas, el FOMC debería estar preparado no solo para subir las tasas más de lo habitual, sino también para seguir de cerca cómo se transmiten sus alzas en los diversos mercados financieros.
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Adam Posen es presidente del Instituto Peterson de Economía Internacional.