Hubo una época en la que todo el mundo hablaba de unas economías emergentes caracterizadas por un crecimiento elevado y a las que se atribuía un enorme potencial. Sin embargo, los BRICS (Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica) tuvieron dificultades para pasar de ser una clase de activos prometedora a ser una voz común coordinada, un actor diplomático y financiero en el mundo real ¿está cambiando esta perspectiva?
La historia de los BRICS empieza con un artículo publicado en noviembre de 2001 por Jim O’Neill, entonces director de investigaciones económicas globales en Goldman Sachs Asset Management. Lo tituló -jugando con el doble sentido del acrónimo del grupo y brick, «ladrillo» en inglés- «The World Needs Better Economic BRICs» (el agrupamiento original no incluía a Sudáfrica). Mientras el mundo lidiaba con las consecuencias del estallido de la burbuja puntocom y los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, O’Neill resaltó el enorme potencial de los BRIC y señaló que era probable que el incremento de su PIB se acelerara considerablemente en las siguientes décadas.
En aquel momento, China e India experimentaban un rápido despegue, y Rusia, beneficiada por el auge en los precios de las materias primas, se recuperaba de la crisis postsoviética de los noventa. La expansión de los BRIC era considerablemente mayor que las economías avanzadas; tanto, que en 2003, O’Neill predijo que su PIB colectivo podría superar al del entonces G6 (las seis economías desarrolladas más grandes del momento) antes de 2040.
El mundo esperaba, pues, que los BRIC tuvieran un buen desempeño económico. Pero pocos creían que se convertirían en un grupo unificado. No debemos olvidar que son una mezcla de democracias inestables y autocracias declaradas, cada una con una estructura económica distintiva. Y dos de ellos (China e India) llevan tiempo atrapados en una disputa fronteriza que no lleva trazas de resolverse.
Los BRIC vieron en su alineamiento económico una oportunidad para expandir su influencia global mediante la creación de una alternativa a las instituciones internacionales lideradas por Occidente. Y durante un tiempo, parecía que iban por buen camino.
La incorporación en 2010 de Sudáfrica (en ese momento, la mayor economía africana) fortaleció la importancia del grupo. En 2014 se estableció el Banco de Desarrollo de los BRICS (ahora conocido como el Nuevo Banco de Desarrollo), como una alternativa al Banco Mundial. Al año siguiente, los BRICS crearon el Acuerdo Contingente de Reservas para apoyar a aquellos miembros que enfrentaran presiones temporales en sus balanzas de pagos.
La prosperidad económica del grupo (al menos, en el agregado) no se detuvo. Aunque China es la única economía de los BRICS que ha logrado un crecimiento sostenido, el grupo ha superado al G7 en términos de contribución relativa al PIB global (ajustado por paridad de poder adquisitivo). Además, aumenta en el comercio bilateral entre sus miembros. Pero, en cuanto a las ambiciones más amplias del grupo, el avance parecía haberse estancado.
Recientemente han surgido indicios de un nuevo impulso. Los miembros del grupo vienen hablando de «desdolarizar» el comercio internacional, y algunos hasta plantean la posibilidad de crear una moneda común. Aunque las propuestas de desdolarización no son novedosas, algunos expertos creen que una moneda de los BRICS «tiene potencial para sustituir» al dólar estadounidense, o al menos hacer tambalear su hoy indisputable «trono».
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Además, parece que los BRICS están volviendo a ser una plataforma para la cooperación en una variedad de temas, como cambio climático, gobernanza global o desarrollo. De hecho, diecinueve países (entre ellos, Argentina, Turquía y Arabia Saudita) han expresado interés en sumarse, algo que se discutirá en la cumbre del grupo que tendrá lugar en Sudáfrica este agosto.
El marco institucional del grupo todavía está en proceso de diseño, pero las motivaciones que llevaron a su creación no han disminuido, y es improbable que lo hagan en el corto plazo. Tanto los miembros actuales como los potenciales parecen estar unidos y motivados por lo mismo: la insatisfacción con el sistema actual.
Las economías en desarrollo están molestas por las onerosas condicionalidades que les han impuesto las instituciones dominadas por Occidente. Están hartas de lo que perciben como un doble estándar en cuestiones esenciales de formulación de políticas, como puede ser la transición verde. No están dispuestas a tolerar intentos de «restringir» sus economías con exigencias conservacionistas o restricciones en las transferencias tecnológicas. Y quizás lo más importante, desconfían de las normas y valores de Occidente, considerándolos una mera fachada tras la cual se oculta una conducta egoísta.
Esas críticas se han intensificado debido a la falta de capacidad (o voluntad) de Occidente para reformar la gobernanza global y así permitir una mayor influencia de economías como China y la India. La corriente que reclama la reforma lleva décadas allegando afines -aproximadamente desde 1999, cuando se creó el G20-. Después de la crisis financiera asiática de 1997‑98, en que empezaron a celebrarse reuniones periódicas de alto nivel entre ministros de finanzas y banqueros centrales, los representantes de los países no occidentales exigieron tener voz en ellas.
Ahora que las promesas occidentales de reforma han quedado en el olvido, las alternativas potenciales (ya sean bancos de desarrollo o de nuevas monedas) parecen cada vez más atractivas para aquellos que se sienten excluidos. Los BRICS están tratando de construir un nuevo orden mundial «ladrillo a ladrillo», y su causa está ganando influencia entre otros países también inconformes con el orden actual.
Sería interesante ver qué sucedería si países como Argentina o Arabia Saudita se unieran al proyecto. Incluso el grupo «BRICS‑Plus» al que China se adhiere podría ser muy eficaz en la promoción de alternativas al modelo y sistema institucional actuales -objetivo que China también busca a través de su extenso proyecto transnacional de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, IFR-.
Es cierto que la capacidad de los BRICS para llevar a cabo sus ambiciones sigue siendo incierta. Ninguno de sus miembros dejará de anteponer sus intereses nacionales, cosa que siempre ha sido el principal obstáculo para el grupo. Incluso la IFR china se ha comparado con una «nueva forma de imperialismo» (que no es el mejor modo de ganarse amigos fiables).
A pesar de todo, el resurgimiento de los BRICS es motivo de preocupación, en particular porque el grupo no ha demostrado tener capacidad de verdadero liderazgo global. Las críticas compartidas hacia Occidente (sean o no legítimas) no pueden ser el fundamento de un nuevo orden mundial basado en reglas. La gobernanza global necesita una narrativa coherente cimentada en valores articulados con claridad, y los BRICS no han ofrecido nada parecido.
Para Occidente, la creciente influencia de los BRICS incorpora una lección de gran relevancia: si deseamos mantener la vigencia del orden internacional actual, será imprescindible una transformación de las instituciones que lo conforman.
Ana Palacio fue ministra de asuntos exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.