Silvia Sánchez siempre quiso trabajar en una empresa. Cuando terminó sus estudios en el Instituto Tecnológico hizo la práctica y se quedó en una compañía. Pero una nueva gerencia cambió todo. De eso hace casi veinte años. Desde entonces buscó una oportunidad de empleo. Ahora se dedica a su propio negocio: Deli Galletas y Más.
Se puso a hacer galletas, pero los mismos clientes le hicieron otros pedidos, especialmente queques. Lo hizo. El mercado manda. También le dio continuidad a una herencia familiar. “Desde que tengo uso de razón veía a mamá, Hannya Granados, haciendo queques”, cuenta Silvia. “Trato de hacer diseños distintos, de no repetirlos”.
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Hace más: panes, bizcocho de Cartago, quesadillas, galleta punto rojo, gatos, cuñas (con relleno de jalea de guayaba, de jalea de fresa o de dulce de leche), borrachos, postres, tortas frías y los queques en variados lustres y presentaciones en tamaño, diseño y precio. Puede hacer un queque con lustre de chantilly y está atenta a quienes quieren un postre o un queque y que, por gusto o por salud, lo prefieren con sustitutos de azúcar, leche deslactosada o sin huevo, si son alérgicas.
Silvia cuenta que aprendió de su mamá. “Me le paraba a la par a ver”, dice. A los ocho años ya hacía queques y seguía los programas de televisión de cocina, libreta en mano. En el TEC sacó el bachillerato en ingeniería forestal y también en biotecnología.
La práctica profesional la hizo en una empresa de Cartago, presentó su proyecto a los directivos y se quedó a cargo de la gestión ambiental, incluyendo manejo de aguas residuales, agua potable y desechos. “Estaba muy motivada”, recuerda Silvia.
Se había graduado con muchos esfuerzos, incluso cumpliendo la última etapa de giras y la misma práctica embarazada de su hijo, Daniel. Recibió el título orgullosa, con el niño en brazos. Pero nada es eterno.
Un nuevo gerente cambió todo. Al salir de la empresa se sintió frustrada y deprimida. Estudiaba inglés, pues ya era evidente que cada vez iba a ser más necesario. Sin embargo, le urgía trabajar, pues ya tenía a su hija Chiara. Buscó empleo, pero las empresas no entendían mucho aquello de la biotecnología y no se sentían exigidas en lo ambiental. Fue cuando empezó sus propias actividades para generar ingresos.
Ventas por catálogo, fue una. También hacía y vendía velas artesanales, pero cedía al regateo de los clientes en el precio. El esposo, Francisco y quien es ingeniero industrial, tuvo que trabajar en una gasolinera pues lo habían despedido de la empresa donde estaba. Las dificultades pesaban, pero no le borraban el sueño de Silvia: trabajar en gestión ambiental.
Mientras se acomodaban económicamente, pues el esposo empezó a trabajar en Heredia y ya Daniel estaba en el colegio experimental bilingüe (“yo no quería que él pasara por lo mismo”), se metió a clases para hacer cortinas y ropa de cama.
La familia se trasladó de Quircot a Taras, donde compraron una propiedad aprovechando un plan del INVU. Mientras construían, alquilaban. Otra vez, sin embargo, las dificultades aparecían acompañadas.
En medio de las dobles preocupaciones por la construcción y el agua que se metía por las paredes de la casa que alquilaban, pues la dueña se había puesto a hacer arreglos, le descubrieron una lesión pre-cancerosa en un examen rutinario. La advertencia fue clara.
Si seguía con las preocupaciones y el ritmo de vida que llevaba, el mal podría evolucionar desfavorablemente. Había que hacer frente al proceso de quimioterapia en crema y luego a las secuelas. Pese a todo no perdía esperanzas.
“Las empresas no entienden que las personas de más de 40 años pueden ofrecerle más productividad, experiencia y más dedicación”, decía entonces y lo dice todavía. Entonces recibió una sugerencia: “Póngase a hacer algo”, le dijo una hermana. Ya estaban en su casa y se puso a hacer galletas y pan artesanal.
En febrero de 2020 ingresó al programa de Sigo Vigente +45 de la Asociación Gerontológica Costarricense (Ageco), cuyo objetivo es apoyar la búsqueda de empleo o el desarrollo de una idea productiva, según sea el interés de las personas. Silvia se acercó pensando siempre en obtener un empleo. Luego, optó por incorporarse al curso de emprendimiento. En febrero de 2020 le asignaron la asesora, Percy Achío. “Hicimos química de inmediato”, cuenta. Al mes siguiente la situación cambió.
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Desde marzo a mayo, Silvia no vendió nada. El único sostén en ese momento fue uno de los bonos de ayuda del gobierno, pues a su esposo Franciso lo despidieron, iba a entrevitas y no salía nada, y cuando obtuvo un empleo le dijeron que todo dependía de cómo evolucionara la situación. En medio de las dificultades, un compañero de colegio le pidió un queque. Le insistió.
Ella lo pensaba por motivos familiares, pero lo conversó en la casa, empezó a hacer queques, lo publicó en Facebook y empezó a recibir pedidos. A final del 2020 incluso había hecho tres cursos virtuales de pastelería.
Durante el resto de ese año 2020 la asesoría de Ageco fue virtual y Silvia se dedicó cada vez más a la microempresa, respondiendo a los retos de diseños de queques que le solicitan.
Ella afirma que no le preocupa la competencia que hay en el mismo barrio, pues la ve cometiendo los mismos errores que la afectaron a ella tiempo atrás. Su secreto es personalizar los productos y hacer lo que le piden. Eso le da resultados.
“El negocio va creciendo y es algo que quiero seguir”, dice Silvia. “Es una terapia ocuparse. Me siento útil. El día del Padre me fue bien, pero me pudo ir mejor”.
Silvia, que sigue siendo apasionada por la gestión ambiental y por trabajar profesionalmente, sigue pensando que para las personas mayores de 40 años las posibilidades de empleo se cierran constantemente. Al esposo lo volvieron a cesar y ahora está de chofer en otra empresa. Aunque reconoce que por la edad no es fácil tampoco para él, Silvia recalca que hay un desbalance mayor: “Es más difícil para las mujeres”, recalca.