En 2023 se enviaron unos 1.100 millones de teléfonos inteligentes o smartphones en todo el mundo, un 4% menos que en 2022, según las consultoras Canalys e IDC.
Es un volumen bastante lejano de los 1.550 millones que reportaba Counterpoint en 2017.
A propósito: “enviaron” es el término elegido por la industria para describir un equipo que está en una suerte de limbo desde que salió de la fábrica. Aunque la mayoría se vende, puede haber un número significativo acumulándose en un depósito. En el pasado algunos fabricantes aprovechaban esto para acumular inventario en sus distribuidores y poder decir “este trimestre somos más grandes”.
Desde ese apogeo de 2017, el número de smartphones enviados o vendidos cada año no ha hecho más que decrecer, hasta llegar al volumen actual (aunque el primer trimestre de 2024 fue bueno a nivel mundial).
Más de 1.000 millones de teléfonos entrando al mercado año tras año sigue siendo una cantidad enorme. Pero no hace falta un título en matemáticas para notar que si más de la mitad de la población mundial ya tiene un smartphone (4.300 millones de personas en octubre último, según la GSMA, la asociación de fabricantes de teléfonos y equipos de telecomunicaciones) y el volumen que entra al mercado por año es algo más de 1.000 millones, la mayoría de las personas con teléfono no lo está cambiando ni todos los años ni cada dos años.
Y eso pese a que todos los fabricantes renuevan su oferta con una cadencia de al menos 12 meses (Apple, con el 21% de las ventas mundiales) o varias veces en el año con diferentes familias de equipos (el 79% restante, con Samsung, histórico número 1, intentando recuperar el primer puesto anual).
¿Qué está sucediendo?
Fácil: el ritmo de renovación de los teléfonos se alarga.
En la Argentina, por ejemplo, se pasó de los 28 meses (que alguien demoraba en 2018 en cambiar su smartphone) a los 42 meses actuales (es decir, tres años y medio después de comprarlo, en promedio), dejando fuera del cálculo la obviedad del recambio forzado por un robo o una rotura).
¿Es un fenómeno atado a la persistente crisis económica nacional? No: es un fenómeno global.
Para muestra, los números de América Latina que reporta la consultora Counterpoint y destaca el experto Enrique Carrier en la red social X: el ciclo de reemplazo es, en Brasil, de 49 meses; en México, 41 meses.
¿El promedio mundial? 51 meses, según TechInsights (por supuesto, habrá diferencias entre países y economías).
Madurez tecnológica
El motivo principal es que el modelo de celular de este año rara vez tiene una ventaja inequívocamente superlativa respecto del que debutó el año pasado.
Tiene sentido: llevamos ya 17 años con la actual versión de la computación de bolsillo (con el iPhone de 2007 como punto de inicio). En los primeros años, cambiar de modelo de dispositivo por uno más nuevo implicaba mejoras notorias en el hardware (sobre todo, en la pantalla y en la cámara) y también habilitaba el acceso a funciones del sistema operativo que no eran posible o no funcionaban bien en el modelo previo.
Era toda una experiencia nueva. Pero año a año los componentes del smartphone han mejorado más rápido que la mayoría de las exigencias del sistema operativo y de las nuevas tareas que pudieron imaginar sus desarrolladores. Es algo bueno: a los celulares modernos les sobra capacidad computacional.
Después de alcanzar una planicie de madurez, que dependiendo de quién lo calcule fue hace más de un quinquenio y sin duda hace menos de una década, esa evolución se ralentizó: un smartphone tope de línea de 2024 es mucho mejor que su predecesor directo de hace cinco años... pero marginalmente mejor que el del año pasado.
Resueltos los “grandes” problemas técnicos, ya no hay saltos tan notables de calidad: el progreso se basa en el perfeccionamiento y, ocasionalmente, en la aparición de un concepto nuevo.
El teléfono con pantalla plegable, que ya lleva cinco años entre nosotros, lo mismo que el dispositivo que viene con un chip optimizado para inteligencia artificial, que ahora tendrá más protagonismo, y nada más.
Lo mismo con las versiones de sistema operativo: cada tantos años hay un salto notable, desde lo estético y desde lo funcional. No obstante hoy se trata más de que con la nueva edición llega una nueva aplicación o función que se agrega y no de un nuevo paradigma de uso.
¿Se acabó a innovación en smartphones?
Para nada. Ya es un segmento maduro: los teléfonos inteligentes llevan casi 20 años con nosotros; casi 30 si contamos los predecesores del iPhone.
Algo similar pasó con las computadoras personales, que hicieron el mismo camino una década antes: el músculo computacional creció más rápido que las exigencias del sistema operativo.
Al inicio de la computación personal moderna (Windows 3.1, Windows 95, Windows 98) cambiar de sistema operativo implicaba un salto de todo orden: de usabilidad, y de hardware (porque para que funcionara bien se necesitaba una computadora nueva).
Eso fue cambiando con el tiempo: Windows 10 cumplirá una década el año que viene (y dejará de tener soporte en octubre de 2025, atención) y una computadora de hace 10 años puede cumplir sin demasiados problemas la mayoría de las tareas actuales (con la notable excepción de los videojuegos modernos, claro, y de los usos atados a funciones locales de inteligencia artificial).
La mayoría podía hacer el salto a Windows 11, más allá del límite que le impuso Microsoft en su momento cuando presentó esa nueva versión en 2021.
Más actualizaciones
Esto se nota, también, en el soporte de actualizaciones de sistema operativo que ofrecen los grandes fabricantes.
Apple ronda los siete años de actualizaciones (iOS 18 corre en el iPhone XR de 2018).
Lo mismo que Google, que ofrece siete años de nuevas versiones de sistema operativo para sus equipos más modernos (aunque puede que esa última exija demasiado al procesador de ese equipo ya bastante castigado).
Samsung ofrece cuatro años de actualizaciones de sistema operativo, y viene sumando las funciones de Galaxy AI que debutaron en el S24 a las generaciones anteriores (Galaxy S23, S22, S21).
Otros fabricantes de Android están menos atentos a estas cosas y frenan a los tres años en su actualización del sistema operativo para sus equipos.
Para los fabricantes queda un desafío: acortar ese ritmo de renovación para que su parque de usuarios acceda más rápido a las funciones más modernas y vistosas que incluyen sus equipos. Por eso vienen incorporando estrategias de venta con descuentos por la entrega de equipos anteriores.
Del lado del usuario, queda la sensación, por un lado, de que las mejoras entre generaciones son marginales, es difícil notarlas y ya no tiene sentido cambiar de teléfono todos los años.
Al mismo tiempo, que el celular promedio ya es bastante bueno.
Si me compro un teléfono hoy y lo cuido —y no me lo roban— me debería durar varios años, por lo que puedo encarar la inversión de otra forma.
Ya sea como una inversión grande de largo plazo: estirar la inversión todo lo posible comprando un equipo bien moderno; no está de más calcular un seguro en la ecuación.
O como una inversión algo más económica: ir por un modelo de gama media, que obligue a un cambio más rápido, pero sabiendo que ese equipo más modesto podrá cumplir las tareas que le pidamos con suficiencia.