Estamos viviendo un momento de crisis, y no parece ser algo pasajero. A pesar de ello, muchas personas e instituciones parecen no darse cuenta de la gravedad de la situación y siguen actuando como si nada pasara.
El sector público (o al menos una parte), quiere mantener los privilegios de los que goza representando menos del 15% de la fuerza laboral ocupada del país. Al mismo tiempo, las zonas francas, con un envidiable dinamismo económico, no llega a ser el 5% del empleo.
Ya varios expertos internacionales han señalado que no le hemos podido sacar provecho a la globalización por nuestra propia incapacidad de adaptarnos a ella (Stiglitz), que la economía ha crecido manteniendo e incrementando la desigualdad (Piketty), o bien, que vivimos un cambio de era y ello implica e implicará una serie de conflictos y transformación que nos llevará a una disyuntiva entre el globalismo y el nacionalismo (Harari).
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Aunque las posturas son todas interesantes y merecen un análisis más profundo, lo que genera coincidencia es la presencia de una visión de corto plazo en el accionar de personas, empresas y gobiernos, y que ese mismo accionar puede desencadenar una crisis mucho más profunda con cada vez menores opciones de salida.
De un lado las personas se encuentran velando por sus propios intereses, como los pensionados de lujo que van a la Sala Cuarta a solicitar amparos porque no pueden vivir con —por ejemplo— ¢8 millones, o los funcionarios que no quieren renunciar a sus privilegios, que ya vimos, son solo para una minoría. Pero al mismo tiempo, nosotros como consumidores compramos bienes de una duración predecible, porque sabemos que en un tiempo —corto— vamos a adquirir la siguiente versión del producto.
Es decir, tenemos un consumo de carácter “desechable”, usamos bolsas plásticas (de un solo uso), en vez de bolsas de tela, o consumimos en botellas desechables en vez de retornables, solo para dar algunos ejemplos sencillos. Y las empresas lo saben, por eso tampoco alientan sistemáticamente mejores prácticas en el consumo, ya que ellos mismos se benefician de ello en el corto plazo).
Al mismo tiempo, las empresas, venden productos menos amigables con el ambiente a precios más accesibles al gran consumidor, sin preocuparse demasiado por las consecuencias de consumir bienes que puedan generar daño al ambiente o a nuestra salud. A la vez, se van de países “caros” para producir en otros con costos salariales más bajos y quizás menores estándares ambientales y laborales.
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El Estado, lejos de tomar las medidas pertinentes para reducir el gasto público y perjudicar lo menos posible a la clase trabajadora, incorpora nuevos impuestos indirectos, los más perjudiciales para la población.
El asunto es que esta es una coyuntura que parece una oportunidad única para establecer políticas con visión de largo plazo, tanto desde la perspectiva del consumidor, como la del productor y el Estado.
Empezar a cambiar prácticas, empieza por nosotros. Utilizar bolsas de tela hará que se utilicen menos en el mercado y eventualmente ya no se utilicen; así como exigir bienes con un mayor estándar de durabilidad, obligará al mercado a producirlos, y dejar de hacer los que tienen estándares más bajos.
Si optimizamos nuestro consumo, ayudaremos al mercado a tomar mejores acciones ya que nuestro dinero es el mecanismo que hace que éste funcione. Si compramos A se produce A, si dejamos de comprar B, se deja de producir B.
Estamos estableciendo únicamente objetivos de corto plazo como si no existiera un mañana. El asunto es que el mañana nos compete tanto como el hoy.
Si las personas, empresas y Estado siguen buscando sus rentas personales, no solo no le vamos a dejar un planeta viable a las futuras generaciones, sino que es posible que deje de ser viable también para nosotros.
Como dicen las alcantarillas francesas, “no arrojes nada, no vacíes nada, el mar empieza AQUÍ”.